FORASTERA, PERO ALDEANA.... Y DE SAN ROQUE
Cada año marco el 16 de agosto con los colores del Bando en el calendario. Más de una trifulca he tenido ya en el trabajo a la hora de repartir vacaciones, porque esa fecha es para mí indiscutible.
Somos unos cuantos amigos los que nos embarcamos en un viaje sin retorno desde hace ya 8 años. El día antes de salir hacia Llanes nos reunimos para compartir esos momentos previos, hablar de ediciones pasadas y de la ilusión que siempre nos hace estar allí para San Roque. El viaje de ida siempre se hace corto. Cuando llegamos, lo primero es ir a la capilla a saludar al Santo. Sólo de pensarlo mientras lo escribo, ya se me hace largo el tiempo que falta para que llegue ese momento. Después, nos prendemos las siemprevivas que nos tienen preparadas los llaniscos que nos inocularon la pasión por esta fiesta.
El primer año, mi familia estaba pasando por un momento complicado. Ya sabía al dedillo la historia de San Roque y su relación con la Villa, y me habían advertido: al Santo sólo se le piden cosas importantes. Ese primer año ya marcamos los bancos de la plaza de Parres Sobrino con la comisión del Bando. Aún no sabíamos que en lo sucesivo siempre sería así, y que los roles ya estarían preestablecidos. Yo marco rayas porque mi letra es un desastre, y además entre los forasteros tenemos un porruano con una caligrafía impecable.
No soy llanisca. Ni siquiera soy asturiana. Pero cuando me enfundo las enaguas, los pololos, la camisa y el chaleco, cuando contengo respiración mientras me ajustan la falda, espero pacientemente a que acaben de repicar mi pañuelo y me prendan la chaqueta con la siempreviva de plata que una llanisca me regaló, me emociono.
Yo, en enero, ya estoy eligiendo color. Y vuelvo loca a las dos artistas que se han pasado el invierno trenzando picos, hojas y flores en los paños nuevos. Que hasta me tienen que sacar los trajes a la luz del sol para que en las fotos se vea que ese azul no es azulina, sino azulón, que el roxu que digo es más “tirando a anaranjáo”. Y que este pañuelo tiene aquél juego de mandil, que si quieres este otro, va con varios muy guapos. Y así voy alimentando al gusanillo que ya es serpiente y que se me metió en el cuerpo hace ocho años, de los que no he faltado uno solo a mi promesa de vestir el traje de aldeana el 16 de agosto siempre que la vida me lo permita. Le pedí al Santo algo muy, muy importante. Y me lo concedió. Mis agostos girarán siempre alrededor de esa fecha para corresponder ese regalo. Nunca fue tan fácil y agradable cumplir una promesa.
“... pero si tú eres de Madrid. ¿Qué haces vistiéndote de aldeana?”. Me visto porque me siento más llanisca que nunca cuando noto el peso de la tradición sobre mi cuerpo. Porque ningún llanisco me ha hecho nunca esa pregunta. Porque ver la ilusión con la que me reciben y me preguntan si este año me voy a vestir, alimenta mi amor por esa tierra y sus costumbres. Porque me siento más guapa con el traje de aldeana que con un Balmain. Porque el día que me lo pongo no me hace falta tener a mi madre detrás diciéndome que me ponga derecha. De lo orgullosa que estoy por haber sido aceptada para acompañar en el pasacalles y la procesión a los cientos de aldeanas y porruanos que honran a San Roque, ya voy como si llevase una vara en la espalda.
El día anterior me guardo como se guarda un niño la víspera de Reyes. Hay que descansar para poder disfrutar del día más importante del año. Es el único día en que amanezco sin despertador, antes incluso de la hora a la que me suelo levantar para ir a trabajar. Hace fresco en la calle y huele a mar. Por la esquina asoman María y Lara para ir juntas a vestirnos. Serpentea el coche por la carretera y vamos como niñas con zapatos nuevos, enseñándonos los abalorios que vamos a lucir. Yo tengo la suerte de gozar del usufructo de un collar de coral de verdad, que me presta la madre que parió al que vino a reconciliarme con esta tierra.
Llegamos a Cué y entramos al taller de Josefina. Ni siquiera hemos desayunado. Siempre me arrepiento porque pienso que cuando lo haga me apretará más la falda, pero, ¿qué más da? Ya hay gente vistiéndose y aún no son las ocho. Hay jaleo, revuelo, alegría, es día de fiesta para algunos. “Venga, que vamos a vestir a la forastera”. “¿te manca?, pues como debe ser, que esto no es un chándal”. Vestir a la aldeana es todo un proceso. De las once piezas de las que se compone el traje, todas tienen su orden. Cintas, alfileres, imperdibles. A pesar de que me encantaría tener un traje propio algún día, me gusta cambiar, ver cómo la luz del verano juega con cada color y tener un recuerdo impreso de cada año. Siempre igual, siempre distinto. Vestir un traje de aldeana que han lucido cientos de mujeres antes que yo. Mujeres que están atadas de sangre a esa tierra y sus tradiciones ancestrales. Mujeres que incluso se vistieron de aldeana el día de su boda, honrando así la memoria de sus antepasados de la mano de las artesanas que bordan sin descanso para que siempre encontremos todo en perfecto estado de revista.
Lo ves en las fotos y nunca adivinarías lo que se siente al vestirlo. Cuando notas la solitaria cruzarse sobre el pecho y abrazar tu cintura, ya ni siquiera sientes el peso de la falda sobre las caderas. Pero lo que verdaderamente hace que el traje luzca sobre cualquier figura, son las manos de quien lo ajusta al cuerpo, alfiler tras alfiler. Las que colocan estratégicamente los tres imperdibles y cien alfileres que harán que el traje y el pañuelo no se muevan ni danzando el pericote.
Mientras regreso de vuelta a la villa a desayunar con mi familia asturiana y rematar el traje con los complementos, me quedo embobada con los reflejos de la luz en las cuentas que cuajan la falda. Un solo traje se traduce en meses cosiendo y bordando, dibujando con cristal. Es como custodiar un tesoro.
Soy forastera, pero siento un respeto enorme por vuestras costumbres y un amor desmedido por vuestro Día Grande. Me paso el año esperando ese momento, e intento cuidar cada detalle como si me viniese “de cuna”. Salimos a la calle y vamos corriendo hacia el parque mientras nos vamos cruzando con aldeanas, porruanos, peregrinos y sanroquines. Empiezan a sonar primeros compases del “España Cañí” y ya estamos todos perfectamente alineados para el pasacalles. Al acabar la celebración en la Basílica, toca formar bajo la buganvilla. Es la foto que se repite cada año. La que esperan nuestras familias en otras ciudades, la que decora nuestros salones, nuestros despachos. La que nos recuerda que formamos parte de algo grande y que le debemos mucho al Bando por habernos acogido como lo ha hecho.
“¡Corre que ya están todas preparadas!”. El primer año tenía que concentrarme en alguna aldeana cercana para llevar el ritmo con la pandereta. Ahora ya puedo disfrutar de la procesión y hacer volar las cintas con cada golpe. Entrar en la plaza y hacer sonar la pandereta en honor al santo con el resto de las aldeanas marca el comienzo de uno de los espectáculos más bonitos que he tenido oportunidad de ver: la Danza Peregrina, el Pericote de Llanes, el Xiringüelu de Naves, la Danza de San Juan, el Fandango de Pendueles... y acabar con la Danza Prima frente a la capilla del Santo. ¡Que alguien me acerque un culín, que tengo ya una añoranza que no sé cómo acabar este texto!
Miento, sé como acaba. Con nuestra gran familia asturiana sentada en la mesa, celebrando. Esa familia a la que nunca le podremos agradecer lo suficiente el habernos tratado siempre como eso: familia. Y con el himno de Asturias tocado por decenas de gaiteros en la playa del Sablón, la piel de gallina, lágrimas en los ojos, muchos abrazos y la promesa de que el año que viene estaremos todos allí de nuevo, disfrutando de un día inolvidable. ¡Viva San Roque y el Perru!; ¡viva nuestro Bando invencible!; ¡vivan los forasteros!; ¡VIVA LLANES!
Marta López de Cervantes Villarrubia
|