Érase un hidalgo de luenga barba blanca y noble escudo en cuyos cuarteles campeaba un lema sonoro y significativo; rememorador de las gestas heroicas de su noble casta. En las gastadas piedras de los recios murallones que cercaban la casona solariega, solitaria y vetusta, perdida entre encinares, había puesto la lepra de los años su acción destructora. Era tío de reyes y señor de señores. Paseaba orgulloso su elevada figura, enhiesta como las encinas del bosque, por entre la humilde admiración de sus criados que bajaban la vista no pudiendo resistir la iracunda y recta mirada de su amo y señor, como si el dios del orgullo hubiese revivido en su inanimada escultura.
Era su esposa, noble y austera dama, recatada y hogareña, sumisa y rezadora, por entre cuyos dedos de marfil o de rayos de luna, pasaban silenciosas las cuentas del rosario y las limosnas. Había siempre en sus labios finos y pálidos el diseño de una triste sonrisa, que querían ocultar, denotándolo más el atroz tormento interior de un alma condenada a sufrir la presencia continua de su antítesis....
Había una hija de aquel matrimonio, rubia y delicada como flor de invernadero, de ojos azules y serenos. Criada entre dos caracteres antagónicos, había heredado de los dos, facetas de su carácter vario. Pasaba las horas contemplando desde el amplio ventanal de la torre cómo el sol nacía y se peinaba con los picos de los montes, poniendo en sus rayos los lazos verdes de las hojas y lavándose en la linfa clara de los ríos. A la tarde miraba la niña como Febo se acostaba sobre mullido colchón de nubes rojas y se retiraba pudoroso tras las montañas que adquirían tonalidades azules. No faltaba en la casa la vieja gruñona y leal, con ínfulas de señora para tormento de servidores. Ni la joven doncella aldeana, fiel como un can y siempre dispuesta a servir. En el portalón, acurrucábase el mastín guardador.
Cerca del castillo, el mar rugía a veces, cuando sobre azul tersura de cielo invertido, se movían vellones de espuma como copos de nieve diseminados. Otras veces sumiso, besaba la arena de la playa con mimosidades de esclavo, regodeándose en aquel blando lecho al que se ponía un festón de espuma.
Y la damita rubia, delicada y sensible, encerrada en su torre, soñaba con el príncipe encantador que con sus palabras amorosas, a veces suaves y a veces fuertes, como el mar, viniera a librarla de su esclavitud.
En algunas noches, coincidentes con la ausencia total de luna y enfurecimiento de mar, sonaban cerca de la costa extraños y fuertes ruidos, ruidos que terminaban en horrísono bramido, como si fuera la respiración largo tiempo contenida de algún monstruo. La damita del castillo y su joven sirvienta departen sobre el origen de los ruidos y acuerdan ir una noche a escuchar más cerca tal fenómeno.
Y una noche salieron. Oscuridad y silencio, chirridos de goznes casi enmohecidos… A la luz de una antorcha se ven las dos blancas figuras que parece no pisan para ahogar el ruido. Va delante el mastín, moviendo la cola como si fuera un interrogante sobre tan intempestiva salida.
Se siguen oyendo los ruidos y en los labios de las caminantes florece una plegaria apenas musitada. Corren a veces y a veces se detienen como queriendo sorprender en el aire la causa de su miedo. YA suenan más cerca los ruidos; se aproximan,,, Callan,,, De pronto ante ellas se eleva en el aire una tromba de blanquecina espuma, seguida de enorme trueno. La antorcha se apaga y ellas dos, casi arrepentidas de su curiosidad, se abrazan queriendo ahuyentar el miedo. Ahora rezan implorando favor. Paréceles que las horas han detenido su marcha.
Algo suave se ha oído. Música de laúd. ¿Quién es el osado que en tan lóbrega noche se entretiene en pulsar las cuerdas musicales?
Madrigal de las trenzas doradas
que en la torre tu vida sepultas,
¿cómo son tus divinas miradas
que a mis ojos con pudor ocultas?
La damita rubia tiembla y escucha. La canción sigue cayendo en la noche como venida del cielo. La música ha hecho cesar los ruidos. Las horas pasan más veloces. El alba se acerca –la niña rubia y curiosa quisiera detener el carro del sol. En la penumbra matutina se dibuja la airosa silueta de un trovero gentil. Se ven él y ella, se acercan, se miran, se hablan. Ha nacido el amor. La sirvienta y el can se retiran,,,
Ruido de gente con armas. El señor del Castillo y sus ciervos. Sorprende la escena y furioso se arroja sobre los enamorados. Gritos de angustia. Sobre la blancura purísima del vestido de ella, florece como roja amapola su sangre, del color del jubón del galán. Los dos cuerpos son lanzados a un embudo con salida al mar por el cual surgían los ruidos que la fuerza expansiva del aire producía...
Es fama que en las noches en que suena el «Bufón de Vidiago», van mezclados en su ruido, ladridos lastimeros, lamentos de madre, palabras de amor...